¿De dónde proviene la ética? En esta
interrogación se unen dos cuestiones muy diferentes, una sobre un hecho
histórico y la otra sobre la autoridad. La inquietud que han suscitado ambas
cuestiones ha influido en la configuración de muchos mitos tradicionales acerca
del origen del universo. Estos mitos describen no sólo cómo comenzó la vida
humana, sino también por qué es tan dura, tan penosa, tan confusa y cargada de
conflictos. Los enfrentamientos y catástrofes primitivas que éstos narran
tienen por objeto —quizás por objeto principal— explicar por qué los seres
humanos han de someterse a normas que pueden frustrar sus deseos. Ambas
cuestiones siguen siendo apremiantes, y en los últimos siglos numerosos
teóricos se han esforzado por responderlas de forma más literal y sistemática.
Esta búsqueda no es sólo fruto de la curiosidad, ni sólo de la esperanza
de demostrar que las normas son innecesarias, aunque estos dos motivos son a
menudo muy fuertes. Quizás esta búsqueda deriva, ante todo, de conflictos en el
seno de la propia ética o moralidad (para los fines tan generales de este
artículo no voy a distinguir entre ambos términos). En cualquier cultura, los
deberes aceptados entran a veces en conflicto, y son precisos principios más
profundos y generales para arbitrar entre ellos. Se busca así 1a razón de las
diferentes normas implicadas, y se intenta sopesar recíprocamente estas
razones. A menudo esta búsqueda obliga a buscar, con carácter aún más amplio,
un árbitro supremo la razón de la moralidad sin más.
Esta es la razón por la que resulta tan compleja nuestra pregunta
inicial. Preguntar de dónde proviene la ética no es como preguntar lo mismo
acerca de los meteoritos. Es preguntar por qué actualmente hemos de obedecer
sus normas (de hecho, las normas no agotan la moralidad, pero por el momento
vamos a centrarnos en ellas, porque son a menudo el elemento donde surgen los
conflictos). Para responder a esta cuestión es preciso imaginarse cómo habría
sido la vida sin normas, e inevitablemente esto suscita interrogantes acerca
del origen. La gente tiende a mirar hacia atrás, preguntándose si existió en
alguna ocasión un estado «inocente» y libre de conflictos en el que se
impusieron las normas, un estado en el que no se necesitaban normas, quizás
porque nadie quiso nunca hacer nada malo. Y entonces se preguntan «¿cómo
llegamos a perder esta condición pre-ética?; ¿podemos volver a ella?». En
nuestra propia cultura, dos respuestas radicales a estas cuestiones han
encontrado una amplia aceptación. La primera -que procede principalmente de los
griegos y de Hobbes- explica la ética simplemente como un mecanismo de la
prudencia egoísta; su mito de origen es el contrato social. Para esta
concepción, el estado pre-ético es un estado de soledad y la catástrofe
primitiva tuvo lugar cuando las personas comenzaron a reunirse. Tan pronto se
reunieron, el conflicto fue inevitable y el estado de naturaleza fue entonces,
según expresa Hobbes, «una guerra de todos contra todos» (Hobbes, 1651, Primera
Parte, cap. 13, pág. 64) aun si, como insistió Rousseau, de hecho no habían
sido hostiles unos con otros antes de chocar entre sí (Rousseau, 1762, págs.
188, 194; 1754, Primera Parte). La propia supervivencia, y más aún el orden
social, sólo resultaron posibles mediante la formación de normas estipuladas
mediante un trato a regañadientes (por supuesto este relato solía considerarse
algo simbólico, y no una historia real). La otra explicación, la cristiana,
explica la moralidad como nuestro intento necesario por sintonizar nuestra
naturaleza imperfecta con la voluntad de Dios. Su mito de origen es la Caída
del hombre, que ha generado esa imperfección de nuestra naturaleza, del modo
descrito -una vez más simbólicamente- en el libro del Génesis.
En un mundo confuso, siempre se acepta de buen grado la simplicidad, por
lo cual no resulta sorprendente la popularidad de estos dos relatos. Pero en
realidad los relatos sencillos no pueden explicar hechos complejos, y ya ha
quedado claro que ninguna de estas dos ambiciosas fórmulas puede responder a nuestros
interrogantes. El relato cristiano, en vez de resolver el problema lo desplaza,
pues aún tenemos que saber por qué hemos de obedecer a Dios. Por supuesto la
doctrina cristiana ha dicho mucho sobre esto, pero lo que ha dicho es complejo
y no puede mantener su atractiva simplicidad tan pronto como se plantea la
cuestión relativa a la autoridad. No puedo examinar aquí con más detalle las
muy importantes relaciones entre ética y religión (véase el artículo 46, «¿Cómo
puede depender la ética de la religión?»). Lo importante es que esta respuesta
cristiana no deduce simplemente de forma ingenua nuestra obligación de obedecer
a Dios de su posición como ser omnipotente que nos ha creado -una deducción que
no le conferiría autoridad moral. Si nos hubiese creado un ser malo para malos
fines, no pensaríamos que tenemos el deber de obedecer a ese ser, dictase lo
que dictase la prudencia. La idea de Dios no es simplemente la idea de un ser
semejante, sino que cristaliza toda una masa de ideales y normas muy complejas
subyacentes a las normas morales y que le dan su significado. Pero precisamente
nos interrogamos por la autoridad de estos ideales y normas, con lo que la
cuestión sigue abierta.
Compendio de Ética, Dra. Teodora Zamudio
http://www.bioetica.org/cuadernos/bibliografia/singer1.htm
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